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Pincelasos de un recital infantil: Adriana y el cumpleaños del Sapo Poing Poing

Estuve en el recital de Los Redondos, el del quilombo acá en Mar del Plata. Sobreviví a Pappo y a su guitarra bajo una descomunal tormenta eléctrica en una playa del sur. Igual suerte corrí en festivales punk, heavies y en inseguros antros con bandas locales. Pero del único recital del que no salí inmune fue uno de Adriana.

INGRESO
Llegué con mi hija a la fila, algo así como 150 metros rodeados de entusiastas vendedores de peluches de los personajes creados por la mismísima Adriana: Timoteo, un perro celeste, con la nariz roja como la de un borracho; Michu Michu, un gato amarillo con manchas celestes; Lolo, un loro rojo, sí, aunque usted no lo crea, un loro rojo; y el agasajado Sapito Poing Poing.
Todo padre que se digne de tal a esta altura ya tiene que saber sobre una orden judicial que impide a la susodicha Adriana cantar la canción del Sapo Pepe. Por esa prohibición, la artista creó a este intitulado Sapo Poing Poing, que hasta tiene su propia canción, y que básicamente es igual al famoso Pepe, solo que no tiene el nombre estampado en su remera roja (la creatividad artística llevada a su máxima expresión). El asunto judicial es más o menos así: parece que esta Adriana se hizo muy conocida con el Sapo Pepe, una canción hasta ese momento cantada mayoritariamente por maestras jardineras.  Pero parece que el Sapo Pepe tenía una autora que enseguida hizo valer sus derechos y (no se bien cómo) le prohibió a esta Adriana seguir con el afamado Pepe. Desde que me enteré de esta historia me divierto imaginándome la cara del juez al leer las fojas de las causa, los fiscales revisando jurisprudencia sobre sapos, el secretario redactando oficios, ¿habrán llamado testigos? Sí, ya se, me divierto con cada pavada.
En fin, ahí estábamos con mi hija en la cola para el teatro, una fila prolija y ordenada. Rodeados de gente un tanto particular: una madre que con su hija de 4 o 5 años compartían mismo peinado, mismas trenzas, mismos colores de ropa; un padre que con una mano aprisionaba a su hijo y con la otra mano él mismo se aprisionaba a la pantalla táctil de su smartphone; otro que tomaba lección a su hijo sobre las letras de las canciones y lo arengaba a que baile durante el show.
Llegamos a la entrada. Y el orden inicial se fue al diablo. De repente, padres tironeando a sus hijos se nos adelantaban como autos en un peaje a la salida de Capital a las seis de la tarde. Afortunadamente todas las entradas eran numeradas, así que, pese a los colados, conseguimos nuestros lugares.

"QUÉ COMIENCE ESTE SHOW"
Mucha música, coreografías bien ensayadas, aplausos varios: Adriana salió a escena. Todos los chicos cantaban, gritaban, bailaban... Stop, paren un segundo: ¿Todos los chicos cantaban, gritaban, bailaban?
En un principio pensé que sí, pero con el correr del show afine mis sentidos (por lo menos oído y vista) y entonces descubrí que los gritos desaforados de ¡ADRIANAAAA!, los cantos desafinados, aunque bien memorizados, provenían más bien del público adulto. Los chicos disfrutaban el show, claro que sí, pero a su manera: miraban sentados, parados, con algunos de los peluches que vendían afuera. Pero la pasión por Adriana provenía fundamentalmente de muchas de las madres allí presentes: las que sabían las letras, las correos, festejaban cada ocurrencia de la cantante, gritaban por los personajes. Y en ese momento imaginé a cada una de esas madres como frustradas paquitas de Xuxa. Seguro que a sus ocho años bailaron con blancas y altas botas hasta la rodillas frente al espejo canciones como Chingolele. Más de una fue fanática de todas las producciones de Crís Morena. Nobleza obliga aclarar que muchos padres protagonizaron tales vergonzosos actos, pero mayoritariamente el público adulto era femenino. Espero que yo, sin darme cuenta, no haya bailado las coreos de Timoteo o Michu Michu ayudando al desarrollo de esas dantescas escenas.

LA SALIDA
Irse fue aliviador, no por el fin de una música que definitivamente no era de mi agrado, o por alejarme de tales espécimenes adultos, sino por la alegría de mi hija.
Pasaron como quince días del recital y las escenas traumáticas siguen invadiendo mi consciencia. Después de ningún recital me pasó algo así. Incluso en la calle, en el colectivo o en la cola del súper tarareo en mi cabeza alguna canción de Adriana. ¿Por qué nunca te quedan en la cabeza canciones como Stairway to heaven o The man who sold the world, sino Mi amiga Pepa o Saco una manito?
¿Pero saben qué? Más allá de eso volvería a vivir tan duro concierto, tan difícil público, tan solo para que mi hija disfrute como aquel día.

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