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Una muy subjetiva reivindicación del colectivo

En tiempos de argentinismos intensos (La argentinidad al palo, cantaría la Bersuit), quisiera comentar algunas sensaciones sobre los colectivos, ómnibus, autobuses, o como quieran llamarlo. Sensaciones meramente individuales, vale aclararlo. Según el mito, el colectivo es un invento argentino, lo cual engorda a ese nacionalista dentro nuestro que, luego de ganar un mundial, es inmenso. El orgullo por tal invención encuentra, como podríamos adivinar, contradicciones que niegan al nacionalismo exacerbado: que va lleno de gente, que no cumple con los horarios, que aumenta el precio del pasaje, que funcionan mal y otras quejas justificadas sobre un servicio de trasporte público que no cumple con las expectativas de sus usuarios. Quizá en otras partes del mundo haya un mejor funcionamiento. Acaso el colectivo ideal existe en un hipotético primer mundo. No lo sé, pero puedo decirles que he escuchado –y vivido– todas estas injusticias arriba de un colectivo. Y, por lo tanto, podría argüir en contra del uso de este medio de transporte: una noble invención deformada, profanada de tal modo que hoy ya no tiene nada de bueno. Sin embargo, voy a rescatar un punto muy subjetivo por el cual el colectivo sigue siendo mi medio de transporte preferido.






Hace unos días, en un colectivo, Elena, con modismos propios de sus cuatro años, me preguntó por qué el colectivo no deja a cada pasajero donde esa persona quiera, en vez de bajarlo en paradas determinadas. Esa pregunta bien podría pensarse como algo propio de su infancia, que a sus cuatro años aún no ha incorporado todas las normas de la vida social, ya que eso que le pide a un bondi bien lo cumple el taxi o el remise. Sin embargo, en sus dichos hay algo que merece la pena ser pensado e, incluso, considero que su pregunta precipita la conclusión de éstas líneas: cómo se mezcla el mundo social –el colectivo– con el individual –el destino de cada pasajero–. Veamos.


Empecemos por lo que encuentro en la biblioteca. En la literatura de viajes, al menos las de mis libros, son mayoritarios los barcos y trenes, quizá en un segundo lugar los automóviles. El barco y el tren ganan en romanticismo; los autos, en aventura. La presencia de la carretera, como destino en sí mismo, pareciera imponerse: andar por sobre la llegada. En cambio el colectivo (tanto el de corta como de larga distancia) tiene un lugar marginal, insisto, al menos en mi biblioteca.

Al primer autor que llego es a Cortázar. En Bestiario (1951) aparece el cuento Ómnibus. Allí Clara sube a su colectivo en Villa del parque (barrio en que vive) para ir hacia lo de su amiga Ana. Pero dentro todos los pasajeros llevan flores ya que van al cementerio de la Chacarita. A ella la discriminan por no tener flores. Hasta que logra bajarse con un muchacho. Quizá Ómnibus sea el cuento más costumbrista en Bestiario, pero la sola mención al cementerio otorga un clima donde el terror se mete en una escena cotidiana: Clara viajando en colectivo. Y el realismo se pone en jaque no con elementos externos a los personajes, sino con sensaciones: el colectivero y los pasajeros se sienten muertos. Esto de ciertas sensaciones de unos personajes que, en un viaje en ómnibus, implica la distorsión de la realidad, Cortázar la retoma en el cuento El perseguidor, publicado en 1959 en Las armas secretas. En un viaje en ómnibus, durante una noche parisina, Charly Parker se duerme. Al despertar cree que trascurrieron horas, cuando en realidad sólo fue un instante.

Me gusta mucho esta idea de que un ómnibus implique una posible distorsión del tiempo. Hipoteticemos que un viaje en colectivo es ir a otro ritmo, distinto al de una caminata o al de una motocicleta o al de un auto. Retomaremos más adelante esta idea.

Algo del colectivo como escenario propicio a la distorsión de la dimensión temporal, también aparece en Pablito clavó un clavito de Mariana Enríquez (en Los peligros de fumar en la cama, 2009). Allí un guía turístico, de esos que andan en buses de dos pisos en Buenos Aires, retorna al principio de siglo XX con una referencia a la historia de El petiso orejudo.

A quien también encuentro en la biblioteca es a Gandolfo con su libro Ómnibus (2006). Aquí lo principal no es la ficción, sino más bien el ensayo. La idea del libro surge a partir de sus viajes entre Buenos Aires y Rosario y, fundamentalmente, de la lectura del ensayo de George Perec ¿Aproximación a qué?, de 1973. Allí Perec reivindica lo trivial, lo cotidiano, lo de todos los días a diferencia de la prensa que se ocuparía de los grandes temas. Por lo tanto, Gandolfo va a dejarse llevar en reflexiones (¿cercanas a la asociación libre en el psicoanálisis?) durante esos viajes en ómnibus, un evento perteneciente a su cotidianidad. Notemos que el colectivo no tiene aires románticos, ni una invitación a la aventura, es algo que está ahí, próximo, de todos los días. Sin embargo, Gandolfo, gracias al viaje en Ómnibus, se deja llevar por su prosa, y realiza comentarios literarios, reflexiones acerca de su propia historia, inventa ficciones; en fin, un libro con el destino de durar el tiempo exacto de un viaje entre Buenos Aires y Rosario.

¿Es autobombo que cite El flaco que quería ser Perón (2018)? Disculpen la autorreferencia, pero en un colectivo, en la estación terminal, inicia y finaliza la novela. No sé porqué lo hice así. Luego de re leer estas líneas me pregunto si en esa historia no estaba reivindicando mis momentos (con audiculares o con libros) sentado en el asiento de un ómnibus.

Eso y nada más. A veces me pregunto qué hubiese sido de un Gulliver o un Homero, o de un Phileas Fogg en caso de haber tenido disponibles pasajes en ómnibus. ¿Y si Dante entrara en un bus con semi cama al infierno?

Me parecen muy pocas referencias, pero creo que todas me dejan algo, ciertas vibraciones en el cuerpo de un significado ya presente en la pregunta de Elena. El colectivo es la cotidianidad, lo urbano, el todo los días, la rutina, los horarios preestablecidos. No obstante, hay en el viaje en ómnibus la apertura hacia un mundo en que todo puede distorsionarse: las sensaciones individuales, el tiempo, las digresiones intelectuales, la propia historia. Retengamos esta asociación entre ómnibus y distorsión.

Tengo muchos recuerdos en colectivos. Haberme quedado dormido y pasarme de parada, escribir frases absurdas con marcador en los respaldos, conocer alguna chica durante algún intento amoroso cercano a la adolescencia, muchos casettes escuchados en walkman (pese a ser de esa generación, no tuve disckman) e infinidades de libros leídos en sus asientos o, a veces, parado. Esa fue mi manera de subjetivar mis viajes en colectivo. Porque, en definitiva, el ómnibus es algo que iguala, va de un lugar determinado a otro y las personas se bajan en sitios prefijados. Todo encaja como en una línea de montaje. A veces viajo y miro los rostros de quienes me rodean y me incomoda compartir un lugar con gente de quién no sé absolutamente nada. Me pregunto si al viaje en colectivo le sacarán el jugo como yo, o serán de esas personas a quienes sólo les importa el lugar al cual quieren llegar, que no disfrutan el viaje en sí mismo.

Vuelvo a la pregunta de Elena: por qué le colectivero no deja a la persona donde cada uno quiere. Me respondo a mí mismo: porque el mundo es eso, un viaje en colectivo con destinos comunes, espacios compartidos que, en el mejor de los casos, pintaremos con algo propio. Por eso reivindico, pese a todas sus falencias, el viaje en colectivo: es ahí donde soy parte de un todo pero de una forma completamente individual.


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