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El bar

Se podría recurrir a ingenuas comparaciones y absurdas analogías, como que de levantar la quiniela pasaron al diezmo y la limosna; o que de la ginebra y el licor Legui fueron a bendecir el vino para la misa; o que del pool, el sapo y el truco se deslizaron hacia el bautismo y la comunión.
Pero insisto, sería ingenuo, superfluo y carente de la metaforización buscada.
¿Cómo es que el lugar que las viejas del barrio odiaban, porque al pasar les gritaban pavadas injuriosas, se convirtió en un lugar por ellas mismas venerado a la hora de juntar ropas para los pobres?
Aunque si uno lo piensa bien, el verdadero odio de las viejas provenía de que el bar les quitaba a sus maridos. Los tipos volvían de laburar en el campo y no querían escuchar las pavadas de la novela de turno de Andrea del Boca o las quejas de las maestras por los traviesos hijos. Entonces ahí se construía la verdadera misión del bar, opción evitativa frente a los malestares diarios, escape de posibles querellas maritales, lugar de adormecimiento de frustraciones, hipnótico sitio ante las pequeñas y cotidianas tragedias griegas.
Pero un día algo comenzó a cambiar. Los borrachos apuñalados, los tragos fiados, las mujeres que de vez en cuando ofrecían sexualidad, las sillas que al volar rompían algún vidrio, los piropos ordinarios, la ilusión de los nenes de algún día estar ahí jugando un torneo de pool, el hombre con sombrero y la mujer con su sinuosa y provocativa figura que indicaban los baños, el aroma a tabaco, todo eso y tantas otras cosas más algún día dejaron de existir.
Corrían los noventa, y entre tanta persiana que se bajaba y tanta chimenea fabril que ya no largaba humo, el bar cerró definitivamente sus puertas. Qué habrá sido del cuaderno de los fiados, nunca se sabrá.   
La situación fue demasiada similar a esa represión originaria de la que habla Sigmund Freud en su texto La Represión, según la cual algo intolerable es expulsado de la conciencia, algo que resulta en algún punto peligroso, y así funda a lo inconsciente que constantemente ejercerá una fuerza de atracción para nuevos impulsos que vayan surgiendo. El bar, en cierto sentido, era algo no aceptado por la moral imperante del barrio, no lo querían pero sin embargo ahí lo tenían. Eso que no querían, eso que el bar representaba, un día fue expulsado de la escena cotidiana y así se inventó un inconsciente barrial. Sobre el bar recayó una verdadera represión originaria.
Pero como todo lo que cierra deja alguna grieta para que se vuelva a abrir, un día a alguien se le ocurrió que en el barrio faltaban sotanas. Una doña pensó que muchos niños tenían que viajar hasta no sé dónde para tomar la comunión, que si alguien necesitaba un consejo serio y responsable de un cura debía tomar un colectivo, que al barrio no llegaba Caritas. Y otra vieja se acordó que ese edificio donde otrora se había erigido el bar, ahora se encontraba abandonado, a la deriva del Señor. Y no fue difícil que la diócesis viera allí un lugar disponible para una sucursal del mercado de almas.
Y de un día para el otro, sí, nadie se dio cuenta, había jóvenes entusiastas armados con crucifijos y biblias convocando a los niños a cursos de catequesis; púberes muchachones con guitarras criollas preparando actividades recreativas en la plaza; de repente se organizaban bingos a beneficios de no sé qué pavada; de improviso te decían las viejas que traigas tus antiguas vestimentas para un ropero comunitario; carteles con Cristos en todas las almacenes.
Y el día tan esperado, el día de la mismísima apertura, llegó. No se de cuán lejos vino gente. Ya no estaban solos las viejas del barrio y los incautos niños ahora ya enrolados en la catequesis, sino que se encontraban acompañados por un gran paisaje de fe y devoción. Con sus coloridos trajes llegaban bolivianos que vivían en los campos de alrededor; tipos comprometidos con la causa del Vaticano de barrios distantes; viejos borrachos con lustrados zapatos arrastrados hasta allí por sus esposas; autos último modelo de ninguna manera diseñados para las calles empedradas y poseadas del barrio; gentiles y siempre serviles monjas con rosarios en las manos; algún que otro pibe con cara de buen tipo y una guitarra en el hombro junto a una novia, que más que novia parecía una fría compañerita de juegos sin mucho roce corporal; fotógrafos buscando la primicia para la gacetilla de la diócesis; inevitables vendedores ambulantes poco interesados en la palabra divina.
Y sin demorarse, él bajó de su vehículo. Un pelirrojo con barba y anteojos, mirada serena y sonrisa encantadora, algún que otro anillo en un dedo, rodeado de gentío devoto, y con obvia sotana. El barrio ya tenía un cura. Y el bar ya era una parroquia. Dios tenía su casa en lo que había sido la morada de lo inmoral.
Siguiendo con Freud y su texto La Represión de 1915, podríamos decir que allí nos encontramos con el segundo momento llamado represión propiamente dicha, o represión secundaria, donde se desplaza y se mantiene en el inconsciente eso intolerable que hablábamos en la represión originaria, todo gracias a la fuerza ejercida desde ese inconsciente fundado en ese primer momento. Y eso se hizo con el bar, se lo tapó, se lo ocultó, se lo quiso convertir en otra cosa, pasó a ser parte de ese inconsciente barrial del que en párrafos anteriores hablábamos, y todo lo que a ello se pudiera asociar tenía el destino de ser reprimido en dicho inconsciente barrial.
El sacerdote comenzó su misa, diciendo las mismas cosas que dicen siempre, que San Mateo hizo no se qué cosa, y que Jesús dijo tal otra, y que el amor y qué se yo, pero sin embargo no podía capturar de una manera total el interés de los presentes, especialmente el de las viejas. La atención del público no podía dirigirse al cien por ciento a las religiosas palabras. Algo hacía que sus ojos de vez en cuando se desviaran hacia un rincón, y aunque pareciera contradictorio, esto pasaba con mayor intensidad entre las viejas promotoras de la parroquia.
Era notorio que luchaban contra un impulso más fuerte que ellas mismas. Seguro que recurrían a las palabras del cura para protegerse de ese demonio que les brotaba. Impulsos cada vez más profundos que les tocaban deseos inconfesables, deseos tan físicamente placenteros que merecían ser reprimidos y castigados con la fuerza de la moral católica.
¿Pero qué miraban esas viejas comesantos? Las puertas del baño les ponían en evidencia lo obvio. Todo el salón había sido decorado para la ocasión, con cruces de diversos colores; Cristos crucificados; vírgenes con caras de buena gente; velas encendidas; flores donadas por los japoneses de campos cercanos; confesionarios en los que había cola para entrar; altares esperando bodas. Pero en dicho escenario religioso había algo en franca contradicción con el detallismo evangelizante.
Ahí estaban las sinuosas figuras que indicaban los orinales; formas en posición tan eminentemente erótica; con su imagen desbordando sexualidad; mostrando esas partes del cuerpo que seguramente el cura preferiría tapar, y esas figuras se erguían por sobre las cabezas de los presentes, y dichas figuras hacían desear a las viejas aquellas extravagancias antiparroquias que se habían desplegado en ese mismo edificio cuando bar.
Algo que no debía estar, estaba sin embargo allí.. Y ese algo era lo que la parroquia y sus moralizantes palabras querían desterrar del barrio. A alguien se le había escapado un pequeño pero incisivo pormenor. Lo que debía ser reprimido, olvidado y escondido decía presente mediante el signo de indicación del lugar para depositar los desechos corporales. La sexualidad y el bar debían ser un desecho, pero seguían allí. El bar resistía a las intentonas apostólicas romanas de prohibir lo que meses atrás en ese edificio hubiese estado permitido. Y sigamos con Freud, y encontremos el tercer momento de la represión, el retorno de lo reprimido, donde lo reprimido en los momentos anteriores hace valer su efectividad psíquica, ya que empuja hacia lo consciente, buscando algún tipo de satisfacción mediante los llamados retoños de lo reprimido. Y ahí estaban los signos del baño del bar, como retoños de lo reprimido, logrando su satisfacción en esa primera misa.

En ese lugar, algo ya no estaba; y sin embargo seguía estando. Y las viejas se ruborizaban. Nunca sabremos si en realidad el rubor se debía a la vergüenza o, como la mayoría sospechábamos, el color rojizo de sus rostros tenía que ver con que aquello que tanto odiaban era lo que en verdad tanto deseaban.

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