Mientras miraba la serie El amor después del amor en mi cabeza había un contrapunto con escenas de la serie Maradona: sueño bendito. Algunas escenas se distorsionaban, se mezclaban, como si las señales de Netflix y Prime Video hicieran un crossover. Me recordaba a mí mismo que eran series distintas, personajes diferentes, con historias singulares, a quienes yo conocía de antemano. Y ese último punto, el de conocerlos de antemano, es el que me lleva hacia estas líneas. Maradona y Fito Páez son personajes que, para los nacidos en los ochenta, son re contra mil conocidos. Quién más quién menos, los hemos visto en la televisión jugando al fútbol, tocando el piano o lo que sea. Pero, también, en entrevistas. Y ahí fuimos descubriendo características de ellos, de su vida personal, anécdotas. Y algo de eso nos atraía, de saber la intimidad de personas extraordinarias. Descubrir que sus vidas tenían momentos ordinarios era una forma de acercarnos, compartir algo, aunque sea mínimo, con un tip
En tiempos de argentinismos intensos (La argentinidad al palo, cantaría la Bersuit), quisiera comentar algunas sensaciones sobre los colectivos, ómnibus, autobuses, o como quieran llamarlo. Sensaciones meramente individuales, vale aclararlo. Según el mito, el colectivo es un invento argentino, lo cual engorda a ese nacionalista dentro nuestro que, luego de ganar un mundial, es inmenso. El orgullo por tal invención encuentra, como podríamos adivinar, contradicciones que niegan al nacionalismo exacerbado: que va lleno de gente, que no cumple con los horarios, que aumenta el precio del pasaje, que funcionan mal y otras quejas justificadas sobre un servicio de trasporte público que no cumple con las expectativas de sus usuarios. Quizá en otras partes del mundo haya un mejor funcionamiento. Acaso el colectivo ideal existe en un hipotético primer mundo. No lo sé, pero puedo decirles que he escuchado –y vivido– todas estas injusticias arriba de un colectivo. Y, por lo tanto, podría argüir en